¡Qué riquiño!

Los gallegos somos gente extraña: decimos las verdades más duras, pero tenemos la curiosa habilidad de decirlas de forma que nadie se sienta ofendido, un ejemplo: imaginemos a una mamá con su bebé de apenas unos días.

Lo más probable es que el chico sea precioso. Guapo, de esos que comerías (y, probablemente, te arrepientas de no haberte comido dentro de unos años). En este caso, los gallegos no tenemos empacho alguno en decir las cosas como son: “¡Pero qué niño más guapo!”

El problema puede venir cuando el niño no sea lo que se entiende por guapo. Que el médico, en lugar de darle la enhorabuena al padre, le pida perdón. Para estos casos, en Galicia tenemos la expresión perfecta para no mentir ni ofender: “¡Qué riquiño!”

Una verdad a prueba de enfados

No significa nada ni tiene una traducción fuera de la literal (“riquito”)… Pero te saca de un apuro, sobre todo si la madre es consciente de que no ha parido a un Brad Pitt. Normalmente, la respuesta de la progenitora ha de ser una sonrisa, aunque sólo sea porque el calificativo se pronuncia con ese acento especialmente meloso que se nos queda a los gallegos cuando hablamos de bebés.

Pues bien, si a un servidor, cada vez que dijeron de él que era riquiño le hubieran dado un euro, hoy por hoy sería una de las principales fortunas de Europa. Si es que se ve que no se pararon mucho en los detalles, mis padres.

Crecer es duro

Y, claro, según te vas haciendo mayor, las cosas empeoran: no tiene mucho sentido dirigirse a un tipo que ha dejado atrás (muy atrás) la adolescencia como se le habla a un bebé. Es más, sonaría un tanto raro decir algo así como “bailaría contigo, pero es que eres muy riquiño”. De este modo, las evasivas se van haciendo cada vez más complejas, e incluso las mentiras se vuelven un tanto surrealistas: “¿feo? No: lo que ocurre es que te favorece que haya poca luz”.

Por suerte, todo tiene solución en esta vida. Y una de las ideales (y baratas) consiste en distinguirse con un complemento: es un aporte de estilo a la vez que, usado inteligentemente, disimula determinados defectos.

Soluciones que no requieren cirugía

Y, sea para potenciar el estilo y la buena planta o sea para disimular que no se tiene, los complementos son al final tan necesarios como la ropa que vestimos. Pensemos, si no, en los cinturones, corbatas, gafas de sol, bolsos, gemelos o cualesquiera otras prendas de las que llamamos así, complementos.

Porque, no nos engañemos, las gafas de sol sirven para algo más que para protegernos de los rayos de sol en los ojos (para lo que, por cierto, son muy útiles y se agradecen mucho, como ha podido constatar cualquiera que conduzca con el astro rey de frente, sea al amanecer, sea por la tarde-noche). Las gafas de sol aportan un… un algo.

Misterio y elegancia

No en vano, las normas de urbanidad mandan que, cuando mantengamos una conversación con alguien debemos de hacerlo sin las gafas de sol, que ocultan la mirada. Pero, por lo demás, nos dan un aire de misterio, además de distinción, según sea el modelo que llevamos y según lo llevemos.

Nos vienen, además, estupendamente para disimular algunos defectillos que no vamos a mencionar, por aquello que de los gallos y sus patas no tienen cabida en un artículo sobre gafas de sol, complementos y la belleza o estilo que aportan.

En todo caso, lo que sí quiero dejar claro es que ningún caso está perdido y que es posible que cuando dejen de decirte “riquiño” no tengan por qué responderte “no eres feo, es que prefiero apreciar tu belleza desde lejos, como las grandes obras de la pintura universal”.

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